Siempre hubo dificultades para entenderse entre generaciones. Lo sabíamos, lo aceptábamos: el joven que discute con su padre, el nieto que no comprende las costumbres de sus abuelos, los abuelos que callan frente a una música que ya no es suya. Era la tensión propia del tiempo que avanza sin consentimiento, del relevo. Pero hoy sucede algo más grave: ya no hay dificultades. Hay imposibilidad. 61324f
No es un desfase cultural ni un conflicto de valores: es un abismo. Las palabras se han roto, los referentes se han evaporado, los códigos ya no son traducibles. Padres e hijos conviven en planos paralelos, apenas tocados por lo inmediato: lo físico, lo material, el trámite. Y aun así, muchas veces ni siquiera eso.
Pero esa incomunicación radical se parece mucho a un fenómeno que suele pasar desapercibido: las enfermedades raras, que afectan a una mínima parte de la población y que, por ello, quedan al margen del discurso sanitario general. Nadie las nombra, nadie las espera, nadie las entiende. Su rareza no las hace más valiosas, sino más solitarias.
Como los viejos entre jóvenes. Como los lúcidos entre distraídos. Como los que todavía hablan el idioma del rigor expresivo, de la paciencia y del silencio en medio de un mundo hecho de consignas, de velocidad y de ruido. Las enfermedades raras no son solo una categoría médica: son una condición existencial. Son una figura de lo incomprendido. Y hoy, ser incomprendido ya no despierta curiosidad ni respeto. Solo provoca impaciencia o indiferencia.
Lo que antes era incomunicación generacional —una distancia que se podía acortar, si se deseaba— se ha convertido en compartimentos estancos. Cada generación vive en su cápsula, alimentada por su tecnología, sus palabras, sus angustias y sus manías. Ni siquiera se rechazan: simplemente se ignoran.
Tal vez porque el modelo de vida actual, dictado por el mercado global anglosajón, promueve la aceleración, el consumo de lo nuevo y el descarte inmediato de lo que envejece. Incluso las personas. Incluso los modos de comprensión. ¿Cómo puede entenderse alguien que ha vivido lentamente, con profundidad, con lectura… con alguien que ha sido criado en la gratificación instantánea de la pantalla.
La rareza ya no es solo una cuestión médica. Es un estado de ánimo. Es el lugar en el que viven quienes aún intentan comprender el mundo por dentro y no solo usarlo. Es la patria invisible de quienes se saben fuera de las estadísticas, fuera del mercado, fuera del lenguaje común.
No es que ya no se pueda hablar: es que ya no hay lenguaje común. La imposibilidad de entenderse es el nuevo silencio. Y no por falta de palabras, sino por exceso de ruido.