Éste es un tema recurrente para mí. En los años 70 vi una película, una de cuyas escenas me dejó una huella profunda. Se trata de "Soylent Green". En el año 2022 la población de Nueva York vive en condiciones miserables. Edward G. Robinson es un policía compañero del protagonista, Charlton Heston. En un momento dado, sin ningún motivo manifiesto en el film, Edward G. Robinson entra en un Centro con ribetes hospitalarios. Le suben a una habitación. Se echa en una cama frente a una pantalla en la que aparecen imágenes idílicas, una espléndida Naturaleza, con el primer movimiento de la Sinfonía Pastoral, de Beethoven, de fondo. Allí acaba su vida… 1u2g6s
En las sociedades occidentales del siglo XXI, que exaltan la autonomía personal como valor supremo, aún no se reconoce plenamente el más radical de los actos libres: elegir cuándo y cómo abandonar la vida. Se ha legalizado el suicidio asistido en algunos países y bajo condiciones estrictas, pero persiste una resistencia profunda, no ya al acto en sí, sino a su legitimación sin reservas. Es como si la sociedad tolerase que uno se arroje por un puente o se encierre en un garaje con el motor en marcha, pero no que pida una inyección en paz, con la cabeza clara y la conciencia serena.
La objeción religiosa —centrada en la sacralidad de la vida como don divino— ha perdido vigencia como argumento dominante. En su lugar, han emergido nuevos guardianes de la vida ajena: el Estado, la clase médica, los bioeticistas de laboratorio, los jueces de última instancia. No se oponen tanto al suicidio como a su institucionalización razonada. Lo que incomoda no es la muerte, sino que alguien afirme: "He pensado lo suficiente y deseo morir con dignidad, sin violencia, sin súplica, sin espera".
Hay un poder invisible que se niega a ceder el control de la muerte. La medicina moderna, aliada del Estado, ha pasado a ser una forma de sacerdocio secular. Diagnostica, alivia, prolonga, pero también decide —por omisión o protocolo— cuándo es "prematuro" morir. Convertida en autoridad moral, la clase médica no concibe que alguien en su sano juicio declare que vivir ya no le interesa. Eso desafía su sentido de misión y de jerarquía. El paciente lúcido que quiere irse es un escándalo para el sistema terapéutico.
Pero hay más: aceptar sin restricciones la muerte voluntaria implicaría itir que no solo el dolor físico, sino la falta de sentido, puede ser razón suficiente para morir. Y eso es un desafío político. En sociedades envejecidas, alienadas, con millones de vidas solitarias o desprovistas de utilidad visible, esa puerta abierta sería una acusación implícita contra el modelo social vigente. Mejor relegar el suicidio a la clandestinidad de la desesperación, que reconocerlo como acto consciente.
Lo paradójico es que, mientras se obstaculiza la muerte asistida, se tolera el suicidio brutal, marginal, a menudo desesperado. Es un fenómeno "natural", dicen. No exige leyes, ni protocolos, ni pronunciamientos éticos. A nadie se le pide rendición de cuentas por haberse arrojado por la ventana. Pero si alguien lo pide por escrito, tras meses de reflexión, entonces surgen comités, dudas, objeciones y discursos sobre la vida como bien jurídico.
El suicidio libre no destruye valores: los despoja de sentido. Frente al culto del sufrimiento útil para la clase médica, plantea la pregunta más sencilla: ¿Está obligada la persona a seguir viviendo? Y si la respuesta es no, ¿por qué no darme los medios para irme en paz? Lo que aún escandaliza no es la muerte, sino la lucidez con que algunos la eligen y han de acudir a alguna Asociación de pago de las que existen en Europa. Y eso, al parecer, es lo que esta civilización, por las sinrazones dichas que por definición atentan contra el raciocinio no está dispuesta a perdonar.