La leyenda urbana más célebre del siglo XXI —esa que, según dicen, se basa en hechos reales— circula desde el 11 de septiembre de 2001, cuando dos aviones impactaron contra las Torres Gemelas de Nueva York, otro contra el Pentágono, y un cuarto, que iba rumbo a la Casa Blanca, se estrelló antes de llegar. Así lo contaron las agencias de prensa estadounidenses y, con ellas, todos los medios del planeta. 6f2m42
La versión oficial atribuyó los atentados a un comando islámico de Al Qaeda, asentado en Afganistán y liderado por Osama Ben Laden, un afgano-norteamericano que había colaborado con la CIA. Como respuesta, Estados Unidos invadió Afganistán el 7 de octubre de 2001, con el pretexto de destruir Al Qaeda y derrocar a los talibanes, acusados de proteger a Bin Laden. Poco después, el 20 de marzo de 2003, una coalición liderada por EE. UU., con Reino Unido y España como cómplices, invadió Irak. El objetivo declarado: eliminar a Saddam Hussein y sus supuestas armas de destrucción masiva.
Pese a las advertencias de los inspectores de la ONU, que no hallaron rastro alguno de armas químicas, biológicas ni nucleares, el ataque siguió adelante. Se dijo que la compra de centrifugadoras alemanas bastaba como justificación. A cambio, el mundo contempló atrocidades como la cárcel de Guantánamo.
A estas alturas, nadie sensato cree en la historia oficial. Fue un complot de manual: primero, para desatar una guerra rentable —ese “deporte de reyes” del pasado— con miles de mercenarios; segundo, para vaciar los arsenales de armas convencionales; tercero, para saquear el Museo de Babilonia; y cuarto, para apropiarse del petróleo iraquí. Un montaje burdo, cínico, propio de una época que se cree posmoderna pero actúa con brutalidad premoderna.
No puedo probarlo documentalmente. Pero el sentido común, los múltiples contrasentidos de la versión oficial, el conocimiento de la lógica del poder y las investigaciones de Thierry Meyssan, Chomsky, Judith Miller y otros, me eximen de la carga probatoria. Hay mentiras que se sustentan solas por la magnitud del engaño. Y en este caso, lo obvio —como siempre— es lo más difícil de demostrar.
Y lo más penoso y lo más indignante, siendo lo relatado suficientemente atroz, es que no sabemos de ninguna otra nación, ni europea ni del resto del mundo, denunciase semejante y tosca confabulación. Aunque es probable que, en su descargo de responsabilidad moral, esa información estuviese asimismo bloqueada…