En los últimos 30 años la transformación del campo en España ha sido verdaderamente espectacular y hasta podemos afirmar que se trata de la mayor sufrida desde el neolítico superando con creces a la de la revolución industrial. El proceso iniciado hace tres mil años en Mesopotamia con los asentamientos urbanos tiene su culminación en la metrópoli del siglo XXI, paradigma del bienestar y la prosperidad. El mundo rural es cosa ya de un pasado remoto y apenas se ha quedado como fuente de inspiración para los artistas o poetas románticos. La crisis de los modos de vida tradicionales de los años 50 y 60 del siglo XX ha sido determinante para que el campo se haya envejecido y despoblado. El índice demográfico nos advierte que la mayor í a de la población ó na nivel mundial hoy habita en las ciudades cuando hace tan solo un siglo era al revés. 5o24t
El acta de desaparición de la vida campesina y la cultura popular en España se firmó en el año de 1986 con el tratado de adhesión a la Comunidad Económica Europea. Se esperaba que España alcanzara en un corto espacio de tiempo un grado de progreso e industrialización sin precedentes. Este vaticinio en parte se cumplió pues algunos sectores se vieron favorecidos gracias a las multimillonarias ayudas que otorgaba Bruselas a las regiones más marginadas. Pero la realidad es que a España se le encomendó el papel de país de servicios, de turismo y huerta de Europa, o sea, algo más acorde a sus tradiciones y costumbres. Y el golpe definitivo se dio el 30 de junio del 2002 cuando comienza a circular la moneda única europea. El Euro ha desatado la euforia nacionalista y los empresarios y banqueros son los que han aprovechado esta coyuntura para elevar los intereses y encarecer el nivel de vida. Triunfa en definitiva ese régimen de usura y explotación. El nuevo Imperio Europeo entra a competir a nivel mundial con el dólar americano y eso representa casi una declaración de «guerra».
En el año 1992 y coincidiendo con el V Centenario del «Descubrimiento de América» se empujó la casa por la ventana para celebrar este magno evento. Bajo el patrocinio del Partido Socialista Obrero Español en el poder y la casa Real Borbónica el derroche, la opulencia y los delirios de grandeza marcaron el resurgir de un país sumido en el subdesarrollo. La propaganda oficial como por arte de magia elevó al cuadrado todas las cifras macroeconómicas. Entonces el reino de España se autoproclamó uno de los países más prósperos del planeta. Y la respuesta fue contundente: más infraestructuras, ambiciosos planes de desarrollo de las zonas más deprimidas, gigantescas obras públicas y una revolución del sector de la construcción como nunca antes se había conocido en toda su historia.
De inmediato, millas de hectáreas de tierras de trabajo o de cultivo, los campos baldíos o yermos adquirieron un valor inusitado. Entonces, por parte de los ayuntamientos se recalifica el suelo (oscuros cambios de la clasificación urbanística de un terreno) que aprovechan los empresarios de los bienes raíces después de pagar las respectivas cargas fiscales. Empieza una carrera loca por levantar apartamentos, hoteles, condominios, parques temáticos, clubes de golf o centros comerciales. El valor del suelo se cotiza a precios exorbitantes pues la especulación es la que manda. Se remueven millones de toneladas de tierra; se construyen autopistas, trenes de alta velocidad y polígonos industriales, parques eólicos o solares y aeropuertos. Porque había que superar ese complejo de inferioridad con respecto a la Europa hiperdesarrollada. Los topos hambrientos agujerean con martillos mecánicos las entrañas de la tierra, dinamitan y trituran las rocas, violan las montañas, secan yeguas y ríos y no hay obstáculo que los detenga. Una costra de ladrillos, cemento, asfalto recubre la faz de la península. ¿Qué representa la naturaleza para ellos? Sencillamente un escenario propicio para explotar sus malvados intereses.
La ciudad extiende sus tentáculos hasta el infinito y no hay límites que valgan para detener su crecimiento. Para decirlo con un simple ejemplo: hay personas que viven a doscientos kilómetros y trabajan en Madrid pues el tren de alta velocidad tiene la capacidad de transportarlos en una hora hasta el puesto de trabajo. Velocidad por encima de todo sin importarles la ecología, las reservas naturales o los asentamientos humanos. Todo vale y no existe ningún impedimento en esta loca carrera contrarreloj que los políticos llaman «convergencia europea».
Así proclaman el triunfo definitivo de la urbe, de la polis ultramoderna, de la nueva Babilonia sobre la vida campesina. Todo esto es posible gracias a los avances de la ciencia y la tecnología que permite realizar obras imposibles en tiempo récord. La urbe representa la cuna de la civilización donde sobran las oportunidades; el trabajo, la educación, la salud, el entretenimiento, en fin, en su seno materno se halla lo que todo el mundo sueña y aspira alcanzar. ¿Y cómo quedarse al margen de tan atractivos privilegios?
La ecología humana como organismo vivo también está enferma y un síntoma es la decadencia del mundo rural que traerá como resultado su extinción lenta y agónica. Los viejos en los hogares de jubilados juegan a las cartas o al dominó esperando un boleto sin retorno al más allá. La juventud no asume el relevo generacional pues prefiere confinarse en la ciudad donde se encuentra la arcadia feliz. El trabajo en el campo es muy duro y nadie quiere ser esclavo de la tierra. Eso de levantarse a las cinco de la mañana y faenar hasta la caída del sol no va con ellos pues prefieren la comodidad de una oficina computarizada y disfrutar del tiempo de ocio y las vacaciones. El cerebro urbanizado y lobotomizado apenas si recuerda su origen y el único sitio donde vibra un poco con la naturaleza es cuando hace las compras en el supermercado o de visita en los parques zoológicos. Niegan sus raíces, se han disfrazado de ciudadanos respetables con trajes y corbatas perfumando el cuerpo para esconder su esencia salvaje. No saben sembrar, no saben recoger cosechas, no saben pescar ni conocen los ciclos de la naturaleza pero eso si conocen a la perfección las funciones de su teléfono celular. El sol, la luna o las estrellas se han convertido en un reclamo publicitario más. La debilidad de esta nueva especie es más evidente: la abulia y el sedentarismo marcan sus rasgos característicos. No aguantan la intemperie ni las duras condiciones climáticas y por eso se han aislado en una burbuja protectora que como en un seno materno les brinda confort. No saben lo que es el trabajo manual o artesanal pues vivimos en la era del plástico donde todo se fabrica en serie y es desechable. Se ha fundado una nueva civilización del placer cuya prioridad es disfrutar antes que la entrega o el sacrificio.
La personalidad del ciberciudadano está bien definida. Nadie puede contradecir el camino único y verdadero trazado por los gurús de la era posmoderna que amparados en la libertad y la democracia santifican el capitalismo globalizador. El prototipo a seguir es el individuo cumplidor y responsable de que paga impuestos para que todo funcione con eficacia y la perfección. Ese espíritu mecanicista europeo ha aniquilado la forma de ser relajado y lúdica del car á cter Mediterráneo. La revolución digital facilita esta uniformidad o clonación cosmopolita, ingeniería social hoy acelerada al máximo mediante la IA.
En la arquitectura contemporánea se descubre el arquetipo del neofascismo imperante donde prima la línea recta y la rigidez cadavérica. En los edificios se dibuja una geometría castradora de cuadrados y cubos de perfecta simetría ejecutada con materiales prefabricados de fachadas de aluminio y grandes vidrieras polarizadas, interiores frígidos y carcelarios de largos pasillos con celdas higiénicas y luminosas donde un ambiente artificial anula completamente nuestros instintos y desprecia la poesía y la sensualidad. ¿Qué más se puede esperar de un mundo estructurado en un orden matemático? Adonde vayas las grúas se recortan altivas en el horizonte mientras la muralla de edificios va creciendo imparable. Las otras casas sencillas que se mimetizaban con el paisaje ahora dan paso a palacios y castillos que ensalzan la megalomanía de sus propietarios. El patrimonio artístico de los pueblos se desprecia, la herencia o el legado milenario se borra sin compasión en un santiamén para dar paso a la nueva era interestelar.
Los arquitectos conciben la ciudad a la imagen y semejanza del neoliberalismo imperante y nos van preparando para que asumamos una actitud servil ante el poder. Por eso se elevan los rascacielos de falos metálicos o de hormigón pues al contemplarlos nos sentimos insignificantes y sumisos agachamos la cabeza. Los genios del mundo futuro planifican nuestras vidas y crean ambientes propicios para concretar sus propósitos. Este decorado o escenografía es cómplice de una doctrina que nos conduce al fin perverso del consumismo. Somos felices en esa realidad virtual donde la tarjeta de crédito es la l á mpara maravillosa de Aladino que abre las puertas a todos nuestros caprichos. Amazon y las empresas de ventas on line, o el delivery. la macdonalizacion y la uberizacion garantizan la eficacia del sistema.
En esta sociedad occidental netamente individualista se reproducen seres supuestamente autosuficientes que no quieren renunciar a sus privilegios. Hoy en el mundo existen unos 500 millones de vehículos y para el 2020 serán ya 1200 millones. Nos preguntamos si las ciudades aguantarán ese infierno circulatorio, ¿qué pasará con el espacio público? Automóvil o automotores van unidos a la degradación porque la ciudad ha sido diseñada para éstos en detrimento del ser humano. Además del derroche de energía y el problema de la contaminación agudizan cada día más el crecimiento caótico de la metrópoli.
La ciudad se queda pequeña y en los suburbios se concentra el proletariado, es decir, esos trabajadores y obreros fieles y disciplinados que dedican su vida a engrandecer el imperio capitalista. Confinados en sus pequeñas guaridas esperan el turno para ingresar en la cadena de producción. Como parte vital de ese proceso los autómatas deben ser responsables pues se les exige puntualidad en el pago de sus cuotas, las facturas de fin de mes y los intereses pendientes. No hay escapadas de heno. Conectados a las redes de informática y telemática obedecen una señal; se enciende y se apaga una luz, y se escucha una voz que nos recuerda que nos falta una cuota en la hipoteca. Deprimente y psicológicamente desastroso: el estrés agudiza las enfermedades a causa de las preocupaciones y el entorno opresivo. En este sentido la pobreza es específicamente urbana. En la ciudad anida el miedo y la desconfianza, la represión policial, las cárceles y manicomios.
La agonía de la España rural ya la vaticinaban desde el siglo XIX los filósofos o escritores que dejaron su huella profética al prevenirnos sobre lo que ocurriría con ese campesinado que escapaba del yugo de la explotación señorial. El único remedio es emigrar a la ciudad o al extranjero y convertirse en proletarios. Pero ¿de quién es la propiedad de la tierra? A estas alturas del siglo XXI en Andalucía, por ejemplo, el 80% es propiedad de los señoritos y terratenientes o de los grandes de España.
En el año 39 la cultura popular española perdió la guerra y una dictadura feudal nos hundió en la decadencia y la desesperanza. Luego vinieron los años sesenta y setenta con el desarrollollismo opusino que aniquiló la costa del Mediterráneo con la pesada losa del turismo de masas: los complejos hoteleros, condominios, parques temáticos, campos de golf, clubes privados que no dejaron ni una playa virgen. Según los planificadores: para progresar hay que pagar un alto precio. Y vaya que se pagó un alto precio pues sacrifica uno de los paisajes naturales más hermosos de Europa
Incluso los muy pérfidos se han atrevido a explotar la nostalgia. Los museos sacan muy buenos dividendos exhibiendo los f ó siles de nuestros antepasados. Hay que sacar el jugo a esa historia tan sentimental de los campesinos y su folklore, las tradiciones y costumbres; con esos vestidos de antaño, y esos rostros arrugados y curtidos por el sol y esas manos deformes que los hacen aún más primitivos. Pura arqueología: el esparto, el barro, las piedras, las cañas, el cuero o la madera. La mutación se ha consumado y el gen urbano es el dominante. La fuente donde nace el arte popular y las raíces de un pueblo se ha extinguido por completo. Ayer con su yunta de bueyes el campesino cantaba y creaban poesía, hoy en un tractor con aire acondicionado un autómata recoge la cosecha aislada en su cabina escuchando el regueton de moda. Ya nadie canta en los campos, los campos se han marchitado, los cantores han desaparecido, igual que muchas especies animales también ellos se han extinguido. El colapso demográfico de la "España vaciada" es una sentencia inapelable.
Como quien prostituye una hija; los cortijos, fincas o parcelas propiedad de los campesinos fueron rematados al mejor postor. El campo simboliza el retraso y lo importante es tener una buena cuenta corriente en el banco. Los "catetos" ignorantes vendieron y venden el patrimonio familiar de generaciones para comprarse un Mercedes Benz y un piso en la capital. Regalaron la tierra a los extranjeros que no comparten las mismas tradiciones y costumbres e imponen sus propias leyes: cercan sus propiedades con alambre de púas, cierran los caminos y ponen letreros de «Prohibido el paso. Propiedad Privada. Perro bravo» o contratan un guardia jurado con una escopeta y un bulldog pues se sienten inseguros. Hay que brindarles paz y tranquilidad a esos seres superiores, a las élites dominantes. Las leyes amparan al individuo y la propiedad privada por encima del bien común. Un egocentrismo atroz ha carcomido el alma del pueblo que como nuevos ricos se han vuelto ávaros y pretenciosos. Ahora sus hijos servirán en las fábricas o, tal vez, con suerte serán funcionarios en algún ministerio. El sur de Europa, el Mediterráneo, es el objetivo prioritario de la pequeña burguesía europea ávida de sol y playa, restaurantes, casinos y discotecas.
A finales del siglo XX una nueva oleada de emigrantes provenientes de todos los rincones del planeta llega a Europa para suplir el déficit de mano de obra. Ellos son los nuevos campesinos, son los nuevos peones y gañanes, los nuevos temporeros que producirán grandes beneficios a los empresarios. Los inmigrantes son los impulsores del tan mentado «milagro español», del renacer económico del campo que en algunas regiones gracias a las exportaciones deja regalías multimillonarias. Los siervos aumentan la producción a un bajo costo aunque la tierra se queda estéril al quemarla con tantos agroquímicos y pesticidas. Lo principal es que trabajan a destajo y recojan la cosecha en tiempo récord, que producirn el triple, horas extras incluídas, y como indocumentados, mejor, pues eleva la plusvalía y se le resta un porcentaje de ganancias a la Seguridad Social. Se necesitan más camareros que atiendan los restaurantes, más sirvientas en los hoteles, más prostitutas sudamericanas o de los países del este en los clubes de carretera, más africanos para el Maresme y más "moros" en el Ejido o en el campo de Murcia, más ecuatorianos en Huelva y, los que sobren, que se sumen a las obras públicas, la industria o la construcción porque así lo exige la ley de la oferta y la demanda. Y sin olvidarnos del primer mandamiento: santificar el trabajo. De la casa a la fábrica o al campo, es igual y luego a descansar unas horas frente al televisor para mañana temprano los frescos rendirán al máximo. Este es el futuro que nos espera: una generación de seres fríos y calculadores que glorifiquen el "tiempo es dinero".
En los países europeos la población activa agraria representa el 9% del total y los patrones de comportamiento son similares al urbano. La agricultura en una alta proporción está mecanizada y se ha convertido en una actividad empresarial con fuertes aportaciones en capital. Hoy es imposible diferenciar en Europa una sociedad urbana de una rural. La ciudad ha absorbido y dominado el campo. La civilización postindustrial necesita un escape, una calidad de vida distinta, un regreso a la naturaleza pues todo el mundo quiere huir de la contaminación, de los ruidos, la delincuencia y los innumerables peligros que nos acechan. Las clases más adineradas empiezan a colonizar el campo instalándose en urbanizaciones y chalets en busca de esa tierra prometida donde gozar de un jardín, de una parcela, de un huerto y respirar aire puro para sentirse de nuevos humanos. Se crea, entonces, la «aldea virtual» con todas las comodidades y privilegios de la ciudad. Los que vuelven al campo no son campesinos sino ciudadanos con ansias de olvidarse de las tensiones de la gran urbe. El poseer una casa en el campo obedece a intereses capitalistas y de mercado.
Para el ciudadano español del siglo XXI lo ideal es vivir en un chalet pero cerca de una autopista que lo comunique a uno rápidamente con los grandes centros comerciales o la capital. Pero no importa pues hoy multinacionales como Amazon, Ebay o las empresas de delivery son capaces de traernos en un abrir y cerrar de ojos los productos más exóticos desde cualquier lugar del mundo. Las urbanizaciones privadas están de moda y las inmobiliarias las publicitan como el paradigma del bienestar. Aquí no se discrimina por raza, ideología o religión pues lo importante es que el cliente posea el patrimonio suficiente para pagarlas. El español medio desea ser propietario y no vivir de alquiler aunque tenga que empezar con un banco para el resto de su vida. Pero no se conforman con un piso sino que quieren una segunda residencia, o sea, un chalet en la playa o una casa rural en la montaña.
El campo otrara atrasado y aburrido se ha convertido en el paraíso perdido donde todos queremos regresar, pero, eso sí, como es de imaginar, en un auto de alta gama y con todas las ventajas y comodidades de la ciudad. De ahí el éxito de la «aldea virtual» y el increíble negocio de la urbanización del campo y por ende su aburguesamiento.