Hace veintiún años escribí que la prostitución era un asunto agotado. Me equivoqué. No porque haya cambiado la naturaleza del fenómeno, sino porque no se agota nunca la voluntad de condenarlo sin comprenderlo. Lo que entonces era simple hipocresía religiosa, hoy se disfraza de progresismo abolicionista. q3u11
En este tiempo han cambiado las palabras y las plataformas, pero no la lógica de fondo: negar lo evidente. La prostitución existe. Negarse a regularla no la elimina; la hunde en la clandestinidad, donde opera lo verdaderamente indigno: la explotación sin ley, la violencia impune y la falsa compasión institucional.
Hoy, la sociedad tolera prostituciones sin cuerpo: plataformas, arreglos transaccionales disfrazados de romanticismo. Pero sigue el escóndalo si hay calle, carne y pobreza. Es decir: no molesta el sexo, molesta el rostro visible del deseo tarifado y no burgués.
El feminismo, que prohíbe la prostitución en nombre de la víctima, ignora que muchas trabajadoras sexuales reales reclaman derechos, no salvación. Quieren regular, no desaparecer. Quieren protección legal, no redención obligatoria.
Regular la prostitución no es promoverla, es reconocer lo que existe para hacerlo menos injusto. Es reducir el daño, no idealizarlo. Es defender derechos, no destruir realidades con discursos nobles y consecuencias crueles.
Lo verdaderamente inmoral no es el sexo por dinero. Es seguir pretendiendo que no ocurre mientras se condena a quienes lo ejercen a la intemperie legal.
Lo indigno no es vender placer; lo indigno es comprar moral de saldo para no mirar de frente. Lo indigno es el latrocinio de los corsarios modernos patrocinados por los estados.
Principalmente por el estado que se supone más poderoso del globo, para apropiarse sanguinariamente de las materias primas que tiene otra nación. Lo indigno son esas barbaridades cometidas con la excusa y la mentira de la legalidad.