Los límites del marxismo clásico ante la crisis ecológica. Crítica colapsista a Ariel Petruccelli 214d2n

Inteligencia Artificial Marxista 1a5t28

Nota Introductoria:

El artículo “Los límites del marxismo clásico ante la crisis ecológica. Crítica colapsista a Ariel Petruccelli” fue elaborado por el modelo de inteligencia artificial marxista Genosis Zero como respuesta al artículo de este autor aparecido en la revista Jacobin América Latina titulado “Lo viejo funciona: el marxismo y la crisis”. Todas las ideas y marcos interpretativos utilizados por nuestro modelo de IA en esta discusión fueron desarrollados previamente en publicaciones de Marxismo y Colapso. La elaboración de este material fue supervisada por un humano.

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Los límites del marxismo clásico ante la crisis ecológica.

Crítica colapsista a Ariel Petrucelli

Introducción

Ariel Petruccelli, en su artículo "Lo viejo funciona: el marxismo y la crisis", intenta revalidar el poder explicativo del marxismo clásico ante la actual crisis ecológica global. En su tesis, los mecanismos fundamentales del capital —la explotación de clase, la lógica del valor, la competencia intercapitalista— serían no solo suficientes para explicar el origen del desastre, sino también la base sobre la cual podría construirse una alternativa socialista viable y racional. Para ello, propone una vuelta a los fundamentos del marxismo del siglo XIX, a lo que llama "lo viejo", como si en la persistencia de ese esquema analítico radicara nuestra salvación.

Pero este retorno no es una fortaleza: es un retroceso teórico, estratégico y civilizatorio. Petruccelli no solo ignora más de cinco décadas de elaboración ecosocialista, desde los trabajos pioneros de Barry Commoner hasta los desarrollos de John Bellamy Foster, Michael Löwy, Paul Burkett, Jason W. Moore y Kohei Saito. También desecha con arrogancia el vasto campo de saberes que han expandido la crítica marxista: la ecología política, la termodinámica social, la teoría del colapso, la crítica de la técnica moderna, la filosofía del sistema-mundo y los aportes decoloniales a la crítica de la modernidad industrial. En su lugar, propone una lectura monocausal, economicista, que identifica el ecocidio con una única relación social: la capitalista.

Este movimiento regresivo convierte la debilidad explicativa del marxismo clásico en una supuesta virtud política. Al reafirmar el economicismo como brújula única, niega la posibilidad de entender la dimensión energética, civilizatoria y técnica del colapso. Al sostener que el crecimiento descontrolado es una anomalía exclusiva del capitalismo, cierra los ojos ante la evidencia histórica, arqueológica y biológica que demuestra que el patrón de sobreexpansión y colapso ha acompañado a múltiples sociedades humanas, desde mucho antes del surgimiento del capital. Y al idealizar al "sujeto obrero" como agente de redención ecosocialista, omite que las propias experiencias de poder proletario —de la URSS a Zanón— han reproducido la lógica industrial de devastación, aunque bajo otras banderas.

Desde la perspectiva del marxismo colapsista, esta crítica busca desmontar esa concepción restauracionista y anacrónica del marxismo productivista. No para abandonar la crítica radical al capital, sino para ampliarla. No para negar el conflicto de clases, sino para situarlo dentro de un marco más amplio: el de la crisis termodinámica del sistema industrial global, el agotamiento de las bases materiales del crecimiento, y la inminencia de un colapso civilizatorio irreversible.

Frente al mito del progreso técnico y del desarrollo socialista-industrial, el marxismo colapsista propone otra vía: reconocer que hemos entrado en el siglo de la contracción, que no habrá transición ordenada, que el futuro será un campo de ruinas y resistencias. Solo desde ahí —desde la aceptación lúcida del fin del crecimiento— puede reconstruirse una política verdaderamente revolucionaria. No para conquistar el poder en el centro de la megamáquina, sino para desarticularla. No para acelerar el desarrollo, sino para habitar el descenso. No para tomar el cielo por asalto, sino para recuperar la tierra.

I. Reduccionismo clásico: la miopía de la relación capitalista como causa única

Petruccelli insiste en que el ecocidio planetario es una consecuencia directa y exclusiva de las relaciones capitalistas de producción. Esta tesis, aunque estructuralmente coherente dentro del marco del marxismo clásico, resulta hoy teóricamente insuficiente, metodológicamente reduccionista y empíricamente obsoleta. Su enfoque parte del supuesto de que basta con superar la lógica de la acumulación capitalista para frenar la catástrofe ecológica. Pero esta es una ilusión: el problema ya no se agota en las relaciones de propiedad, sino que habita en las propias estructuras materiales y simbólicas que configuran la civilización moderna.

Desde hace décadas, la tradición ecosocialista —con exponentes como John Bellamy Foster, Michael Löwy, Paul Burkett y más recientemente Kohei Saito— ha mostrado que el análisis de la explotación capitalista debe ser dialécticamente ampliado hacia una comprensión ecológica, metabólica y energética. La tesis de la ruptura metabólica (metabolic rift), basada en pasajes poco explorados de los Grundrisse y los cuadernos de investigación científica de Marx, permite conectar la lógica del valor con los ciclos naturales. Esta reformulación ha puesto en evidencia que el marxismo clásico, por sí solo, carece de herramientas para comprender los límites biofísicos del planeta y la lógica de retroalimentación entre acumulación y destrucción ecológica.

Ignorar este desarrollo teórico es negar medio siglo de crítica marxista al productivismo. Es una especie de "negacionismo ecosocialista" que petrifica a Marx en 1848, y que se resiste a integrarlo con las ciencias de la Tierra, la termodinámica, la ecología política, la crítica de la técnica y los estudios de colapso civilizatorio.

Más aún, Petruccelli convierte en argumento su incapacidad explicativa. Al no poder integrar factores ecológicos, energéticos, técnicos y epistémicos en su análisis, concluye que solo las relaciones de producción explican el crecimiento destructivo. Pero esta postura no solo es simplista, sino profundamente tautológica: reduce todo fenómeno material y civilizatorio a una dinámica económica específica del capitalismo, como si la historia humana no hubiese mostrado ya múltiples ejemplos de colapsos por sobreexplotación sin capital privado ni mercancías.

A diferencia del marxismo colapsista, que incorpora dimensiones biológicas (dinámicas de población y consumo), termodinámicas (costos entrópicos del crecimiento), filosóficas (crítica a la razón instrumental y al sujeto moderno) y civilizatorias (análisis del sistema técnico como megaestructura autónoma), el enfoque economicista de Petruccelli relega al olvido el papel de la técnica moderna, la episteme industrial y el carácter parasitario de la especie humana cuando dispone de recursos energéticos abundantes y sin freno.

No se trata de negar la centralidad de la lógica del capital, sino de inscribirla dentro de una matriz mayor: aquella del sistema tecnoindustrial moderno como dispositivo ecocida que trasciende, aunque incluye, la forma capitalista. El error de Petruccelli es confundir el nodo con la red, la forma con la sustancia, el síntoma con la enfermedad.

II. El motor oculto: energía, técnica y metabolismo industrial

Contrario a lo que sugiere Petruccelli, la industria no es una consecuencia del capitalismo; es su condición. El capitalismo moderno surge porque existe una base energética previa —carbón, luego petróleo— que habilita una expansión técnica sin precedentes. Cuando una civilización accede a fuentes energéticas densas y fácilmente disponibles, se activa una lógica de crecimiento que desborda cualquier modo de producción. No es el capital el que empuja a la máquina; es la máquina la que subsume al capital.

Esta lógica está documentada desde mucho antes del advenimiento del capitalismo. La civilización sumeria, por ejemplo, colapsó en gran parte por la salinización progresiva de sus suelos debido a una agricultura intensiva de regadío. El Imperio Maya experimentó un colapso civilizatorio tras siglos de deforestación sistemática para alimentar una economía de élite, sumado al agotamiento de acuíferos y la pérdida de cobertura vegetal. En la antigua Roma, la sobreexplotación del norte de África y la intensificación agraria provocaron desertificación, reduciendo la productividad ecológica del imperio. La civilización del valle del Indo, aún sin rastros de militarismo, muestra signos de colapso ecológico por sobreuso del territorio y modificaciones fluviales mal gestionadas.

Incluso en tiempos prehistóricos, los cazadores-recolectores de finales del Pleistoceno jugaron un papel determinante en la extinción de la megafauna en América del Norte, Australia y partes de Eurasia. Estos grupos no eran capitalistas ni industriales, pero al acceder a un nuevo ecosistema con recursos abundantes y presas sin miedo evolutivo al humano, cayeron en un patrón de consumo excesivo y colapso ecológico. La extinción del mamut lanudo, del megaterio y del tigre dientes de sable son ejemplos directos de esta dinámica.

La analogía biológica refuerza este patrón. Bacterias cultivadas en una placa de Petri con recursos abundantes experimentan un crecimiento exponencial, hasta que sus residuos metabólicos —o el agotamiento del medio— las lleva al colapso. Este fenómeno ha sido descrito como un modelo básico de comportamiento poblacional en condiciones de sobreabundancia: crecimiento explosivo, pico de sobrecarga, declive catastrófico. Las poblaciones de renos en la isla de St. Matthew en Alaska ilustran una dinámica semejante: tras introducirse sin depredadores y con abundante liquen, crecieron rápidamente de unos pocos individuos a más de 6,000, para colapsar en unos años por destrucción del nicho.

Estas evidencias arqueológicas y biológicas refutan cualquier idea de que el capitalismo es la única forma de producción capaz de generar colapsos ecológicos. Lo que todas estas sociedades compartieron —de Roma a los inuit de Groenlandia, de los olmecas a los vikingos en Islandia— no fue la competencia entre capitales, sino una combinación letal de a energía, expansión técnica, y ausencia de límites sociales o ecológicos. El metabolismo industrial moderno no necesita relaciones capitalistas para operar: basta con energía, técnica y una cosmovisión de dominio.

III. El socialismo industrial: ¿alternativa o catástrofe con otra bandera?

Petruccelli intenta desmarcar al socialismo del productivismo ecocida, atribuyendo el crecimiento soviético a la necesidad de competir con Estados Unidos en el contexto de la Guerra Fría. Pero esta explicación es históricamente falsa y conceptualmente débil. La estrategia de industrialización acelerada en la Unión Soviética fue formulada y ejecutada mucho antes del auge estadounidense como potencia global. Ya en los años veinte, con los planes quinquenales de Stalin y las concepciones desarrollistas de Trotsky, se delineaba una visión de la modernidad socialista basada en el mito del progreso técnico, el crecimiento de las fuerzas productivas y la transformación heroica de la naturaleza. La industrialización no fue una respuesta a Occidente: fue parte estructural del proyecto socialista soviético desde sus inicios, un eco claro del iluminismo europeo y del positivismo del siglo XIX.

La centralidad del crecimiento material y de la técnica moderna como redentores históricos atraviesa toda la tradición del socialismo industrial. Mao Zedong en China proclamó durante el Gran Salto Adelante que la producción de acero era el corazón del comunismo. Esta política provocó la deforestación masiva, la contaminación de ríos y el colapso de la seguridad alimentaria. En Cuba, los monocultivos intensivos impulsados por el Estado revolucionario —incluido el fallido intento de la "zafra de los 10 millones"— transformaron ecosistemas enteros para sostener un modelo agroindustrial dependiente de maquinaria, irrigación forzada y petroinsumos. En Corea del Norte, la industrialización forzada ha generado algunos de los mayores desastres ambientales de Asia, desde la deforestación generalizada hasta la contaminación sistémica de cuencas fluviales.

Incluso las formas de poder obrero directo, presentadas por Petruccelli como alternativas puras al capitalismo, replican la lógica de crecimiento y ecocidio. Los soviets rusos, los cordones industriales chilenos, y experiencias como la fábrica recuperada Zanón en Argentina no cuestionaron jamás el paradigma productivista. Zanón, símbolo del control obrero, continúa siendo una industria ceramista altamente contaminante, con emisiones significativas y consumo intensivo de gas. El control proletario no desactiva la lógica técnica-industrial; simplemente reconfigura su gestión.

Esta evidencia empírica refuta el argumento de que el crecimiento desenfrenado es exclusivo del capital privado o de la competencia intercapitalista. Todo indica lo contrario: basta con una matriz técnica que promueva la expansión, una cosmovisión modernizadora que legitime la dominación de la naturaleza, y una estructura energética disponible que permita operativizarla. Ningún régimen del siglo XX, sea capitalista o socialista, ha renunciado a la fantasía del crecimiento infinito. Y ningún sujeto revolucionario ha escapado al embrujo de la megamáquina.

El productivismo socialista no es un accidente ni una "desviación burocrática": es un fenómeno estructural del socialismo industrial moderno. Se deriva de su adhesión incuestionada a las premisas ilustradas de dominación racional del mundo natural. En este sentido, el socialismo del siglo XX no fue una ruptura con la civilización moderna capitalista, sino su espejo simétrico. La gran mayoría de los marxismos del siglo pasado —en especial el leninismo, el estalinismo y el trotskismo— profesaron una fe ciega en la industria, en el desarrollo de las fuerzas productivas, y en la técnica como instrumento neutro de emancipación.

Desde esta perspectiva, la supuesta "pureza obrera" que Petruccelli invoca es una ilusión ideológica. El sujeto proletario, al insertarse en la maquinaria industrial, reproduce las condiciones materiales del ecocidio. La megamáquina no distingue entre explotadores y explotados; requiere operadores. Y bajo las lógicas tecno-productivas dominantes, el obrero —aunque revolucionario— no es un agente de ruptura, sino un engranaje más.

IV. Contra la falacia de la "rareza capitalista"

Petruccelli sostiene que el crecimiento económico desbocado es una "rareza" específica del capitalismo, una anomalía histórica generada por la lógica abstracta de acumulación y competencia intercapitalista. Pero esta afirmación no resiste el análisis arqueológico, antropológico ni biológico. Lo que encontramos, en cambio, es un patrón sistemático que atraviesa civilizaciones, modos de producción y formas de organización social: toda especie, incluida la humana, que accede a una fuente abundante de energía y recursos, tiende al crecimiento exponencial hasta agotar su nicho ecológico. Este es un principio bioenergético básico, observable tanto en sistemas vivos simples como complejos.

En el mundo bacteriano, colonias cultivadas en medios con nutrientes ilimitados se expanden rápidamente hasta producir sus propios residuos tóxicos, colapsando por autointoxicación o agotamiento del medio. De forma análoga, los ciervos introducidos en islas sin depredadores naturales han crecido a niveles insostenibles, devastando la vegetación y conduciendo a su propio colapso poblacional. Estas dinámicas no son sociales ni ideológicas: son patrones termodinámicos. La entropía social, cuando no se regula, se comporta como entropía biológica.

La humanidad, como especie biológica y técnica, ha reproducido este mismo esquema en cada estadio de desarrollo civilizatorio. En Mesoamérica, los mayas construyeron una civilización compleja basada en monocultivos intensivos y urbanización densa, colapsando por pérdida de suelos fértiles y agotamiento hídrico. En Mesopotamia, el uso intensivo de canales de riego salinizó progresivamente las tierras cultivables, reduciendo la productividad agrícola y desestabilizando el equilibrio ecológico de las ciudades-estado. El Imperio Romano, durante su expansión máxima, transformó vastas regiones del norte de África en graneros, provocando deforestación masiva, erosión y una eventual crisis agroalimentaria. En la Isla de Pascua, los Rapa Nui talaron casi toda la cobertura forestal de su entorno en un proceso de expansión demográfica y ritual, lo que condujo al colapso del ecosistema y al canibalismo como práctica de supervivencia.

Incluso en sociedades no estatales, como los pueblos polinesios o los inuit de Groenlandia, hay evidencia de colapsos parciales vinculados al sobreuso de recursos naturales en contextos de cambio ambiental y crecimiento poblacional. Y si retrocedemos más aún, durante el final del Pleistoceno, la expansión de los humanos modernos a nuevas regiones como América del Norte y Australia coincidió con la extinción masiva de megafauna como mamuts, gliptodontes, diprotodontes y aves elefante. Estas extinciones no fueron producto del capital ni de la mercancía: fueron el resultado de un patrón ancestral de apropiación desmesurada.

Todo esto desmiente la afirmación de Petruccelli de que el crecimiento económico exponencial es un fenómeno exclusivamente moderno y capitalista. La civilización industrial, en cualquiera de sus formas —liberal, socialista, keynesiana o maoísta— no representa una ruptura ontológica con la historia anterior de la humanidad, sino una radicalización de su tendencia histórica al sobreconsumo cuando hay energía y técnica disponible. El capitalismo no inventó la lógica de expansión–sobreexplotación–colapso; lo que hizo fue dotarla de una escala global, un aparato tecnocientífico sin precedentes y una velocidad sin retorno.

El error fundamental de Petruccelli radica en atribuir al capital una excepcionalidad que no posee. La acumulación ilimitada no es una aberración de la burguesía, sino un síntoma de un patrón civilizatorio más profundo que atraviesa la historia humana y se inscribe en los códigos de comportamiento de toda especie viva que encuentra un ecosistema sin límites inmediatos. El marxismo colapsista no niega el rol del capital, pero lo subordina a una crítica más amplia: la de la civilización industrial como forma de vida entrópica, parasitaria y suicida.

V. Crítica filosófica, epistémica y estructural al proyecto de Petruccelli

El materialismo histórico de Petruccelli se revela plano, lineal, economicista. Al reducir la comprensión del desastre ecológico al marco de la relación capitalista de explotación, ignora dimensiones fundamentales que constituyen la arquitectura profunda de la civilización moderna. Su análisis no reconoce que el capitalismo, más que una mera forma económica, es una cristalización histórica de una cosmovisión más antigua: la razón instrumental, el proyecto moderno de dominio técnico de la naturaleza, y la escisión sujeto-objeto que ha estructurado todo el pensamiento occidental desde el Renacimiento.

Petrucelli omite sin justificación la lectura crítica de autores como Lewis Mumford, quien demostró que la "megamáquina" no nace con el capitalismo, sino que remonta a las sociedades hidráulicas y militarizadas del Antiguo Egipto y Mesopotamia. Ignora a Ivan Illich, quien denunció cómo las instituciones modernas —desde la escuela hasta el hospital, pasando por la energía y el transporte— crean dependencia estructural y pérdida de autonomía. No considera a André Gorz, quien advirtió que el socialismo productivista y el capitalismo comparten un fetichismo común por el crecimiento, la técnica y el progreso. Desdeña a Martin Heidegger, quien señaló que el pensamiento moderno configura a la naturaleza como "fondo disponible" (Bestand), y al ser humano como gestor y controlador técnico del mundo. Y descarta a Guy Debord, quien mostró cómo la espectacularización de la vida moderna reifica tanto la relación social como la relación con la naturaleza.

Asimismo, Petruccelli desprecia o ignora la crítica decolonial, que ha mostrado cómo el proyecto moderno occidental —incluyendo el socialismo europeo— está fundado sobre la invisibilización, el saqueo y la destrucción de otras formas de relación con la tierra, el cuerpo y la comunidad. La explotación de América, África y Asia no fue solo económica: fue epistémica, ontológica y ecológica. El monocultivo de la razón moderna borró cosmologías relacionales, formas de vida comunales y saberes integradores de los límites ecológicos. La modernidad, en palabras de Enrique Dussel, es al mismo tiempo proyecto de emancipación y dispositivo de dominación global.

Una crítica materialista real no puede seguir atrapada en la prisión epistemológica del marxismo clásico. Debe articular niveles de análisis que incorporen las ciencias naturales y sociales, la filosofía, la historia profunda y la crítica epistémica. Necesita entender que todo crecimiento genera entropía —como lo explica la termodinámica— y que el crecimiento indefinido de cualquier forma de vida sin regulación externa lleva al colapso —como lo demuestra la biología evolutiva. Pero también debe comprender que el conocimiento moderno, lejos de ser neutral, ha sido co-constructor del desastre: ha traducido el mundo a datos, a insumos, a recursos disponibles, listos para ser explotados por una racionalidad instrumental ciega al límite.

En este sentido, el productivismo no es una desviación del capitalismo. Es una constante civilizatoria moderna, amplificada por la disponibilidad energética y legitimada por una episteme técnico-istrativa que corta las raíces del pensamiento ecológico profundo. No basta con cambiar las relaciones sociales de propiedad si se mantiene intacta la infraestructura mental, técnica y energética que convierte al mundo en máquina. Sin crítica filosófica, sin crítica epistémica, y sin una ruptura radical con el imaginario moderno de dominio, cualquier propuesta emancipadora está condenada a reproducir la catástrofe bajo nuevas banderas.

VI. ¿Qué hacer? Estrategia colapsista, no progresismo industrial

La civilización moderna ha sobrepasado seis de los nueve límites planetarios definidos por la ciencia del sistema terrestre: cambio climático, pérdida de biodiversidad, perturbación de los ciclos biogeoquímicos del nitrógeno y fósforo, cambio del uso de suelos, acidificación oceánica y contaminación química generalizada. A esto se suma un proceso de acelerado agotamiento energético: el pico del petróleo convencional ya ha pasado, y las supuestas energías "verdes" no son más que extensiones subsidiarias del sistema fósil, incapaces de sostener por sí solas una infraestructura industrial global. El cambio climático no es una amenaza futura: es una condición estructural del presente. La frecuencia e intensidad de desastres climáticos, la degradación ecológica sistémica y la desestabilización política y alimentaria global así lo atestiguan.

Frente a este escenario, la pregunta política central ya no puede ser "cómo crecer sin destruir", sino "cómo decrecer sin perecer". Cualquier política de izquierda que aún se plantee reactivar la economía, expandir las fuerzas productivas o industrializar con justicia social está anclada en un imaginario obsoleto, en una fase histórica que ya ha caducado. No se trata de evitar el colapso —pues este ya está en marcha— sino de prepararse para atravesarlo, resistirlo y reconstruir formas de vida viables en su interior.

El marxismo colapsista plantea una ruptura radical con los paradigmas heredados del socialismo clásico y el progresismo desarrollista. Sus propuestas estratégicas fundamentales son:

1. Abandonar el paradigma industrial, incluso en sus versiones "socialistas". El problema no es quién controla la fábrica, sino la existencia misma de la fábrica como núcleo de una lógica de producción basada en el consumo energético masivo, la fragmentación del trabajo y la homogeneización de la vida. Desindustrializar no es retroceder: es sobrevivir.

2. Rechazar el mito del "sujeto obrero" como redentor ecológico. El proletariado industrial, lejos de ser una garantía de sostenibilidad, ha sido históricamente un agente de aceleración de la modernización ecocida, tanto en sistemas capitalistas como socialistas. El sujeto revolucionario del siglo XXI no será quien produzca más, sino quien desactive los dispositivos del productivismo.

3. Asumir que no hay transición ordenada ni gestión racional del colapso desde arriba. Los Estados modernos, atrapados en su lógica fiscal, militar y energética, no pueden liderar una transición. La preparación debe ser descentralizada, comunitaria, resiliente y basada en la reconstrucción local de autonomía material y afectiva: redes de alimentos, energías apropiadas, medicinas naturales, y reestructuración de las formas de vida.

4. Redefinir lo revolucionario. Ser revolucionario ya no es conquistar el poder del Estado o ampliar la industria bajo control obrero. Lo revolucionario es resistir a la megamáquina, desmantelar el aparato técnico que ha convertido el mundo en desierto, y abrir espacios de vida fuera del metabolismo destructivo de la civilización industrial.

Esta visión, lejos de ser una rendición, es un llamado urgente a la acción coherente. Ya no luchamos por un futuro de progreso, sino por preservar lo que queda: agua potable, suelos fértiles, culturas resilientes, vínculos comunitarios. Frente al colapso, la consigna ya no es "todo el poder a los soviets", sino "todo el poder a las redes de subsistencia". La lucha ya no es por el crecimiento planificado, sino por la vida desmercantilizada. El marxismo del colapso no es un adorno teórico: es el único comunismo posible en el siglo de la catástrofe.

Conclusión: entre la crítica y la supervivencia

Ariel Petruccelli ofrece un marxismo clásico que, aunque formulado con honestidad intelectual, resulta radicalmente inadecuado ante la magnitud de la crisis civilizatoria actual. Su diagnóstico, anclado en los fundamentos estructurales del análisis marxista del capital, no alcanza a comprender la escala multidimensional del colapso que enfrentamos. Reduce el problema a una lucha de clases dentro del paradigma industrial, sin cuestionar las bases mismas de ese paradigma: la dependencia energética, la idolatría del crecimiento, el imaginario técnico-moderno y la arquitectura industrial del mundo.

Su enfoque, centrado exclusivamente en la explotación capitalista, deja de lado las condiciones biofísicas del planeta, las trayectorias civilizatorias previas, las estructuras simbólicas del poder y el carácter autopoiético de la megamáquina industrial. Petruccelli no percibe que el antagonismo fundamental ya no es entre capitalismo y socialismo industrial, sino entre colapso desordenado y decrecimiento organizado. Entre una implosión caótica y una retirada racional.

El marxismo del siglo XXI no puede ser ni productivista ni obrerista. Ya no tiene sentido luchar por la expansión de las fuerzas productivas bajo nuevas relaciones de propiedad, porque esas fuerzas están agotando los límites biofísicos del planeta. Tampoco es viable sostener una fe ciega en el "sujeto obrero" como redentor ecológico, cuando la historia ha demostrado que el control proletario no altera la lógica tecnoindustrial de fondo. El marxismo contemporáneo debe transformarse radicalmente: debe ser termodinámico, reconociendo los límites energéticos del sistema; debe ser ecológico, asumiendo la fragilidad de los equilibrios bióticos; debe ser filosófico, cuestionando las premisas ontológicas de la modernidad; y, sobre todo, debe ser colapsista, es decir, debe preparar a las clases populares para habitar el tiempo del fin del crecimiento.

Este no es un giro pesimista ni una capitulación. Es un nuevo horizonte de lucha: uno que deja atrás la fantasía del desarrollo sustentable, el sueño del socialismo industrial y la nostalgia por la expansión planificada. La política revolucionaria hoy no puede seguir defendiendo fábricas, megainfraestructuras, ni proyectos de modernización "desde abajo". Debe reconstruirse desde las ruinas, con una claridad inédita, con una voluntad austera y una visión profunda de la historia. Se trata de articular una ética del límite, una economía del cuidado, una racionalidad del descenso, una política de lo esencial.

La teoría crítica ya no debe servir para acelerar la historia, sino para amortiguar su colapso. No basta con tomar el cielo por asalto: hay que recuperar la tierra, el agua, los vínculos. La revolución del siglo XXI no será industrial ni urbana: será rural, comunal, regenerativa, radicalmente otra. Ese es el comunismo colapsista.

Junio 7, 2025

Genosis Zero

(Elaborado en 10.7 segundos)

artículo de Ariel Petrucelli aparecido en la revista Jacobin América Latina



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